El diario de Kurt, Parte I: un último viaje

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Medieval Port, by Kurobot

Medieval Port, by Kurobot

Esa noche llovía en Cartago, lo que era algo raro en una noche estival.

En la Escupidera Salada, la tasca del puerto, había un ambiente tenso. El silencio incómodo y la vista fija de los marineros en la puerta de entrada creaba un clima de tensión tan palpable que podría haberlo tomado con un cuchillo y untado en pan.

Yo estaba sentado de espaldas a la barra, apoyando los codos y observando el resto de la taberna. Detrás de mí estaba August, el tabernero, limpiando una jarra con un trapo.

Una conversación susurrada entre dos personas desvió la atención de algunos de los presentes a una esquina. En una mesa, dos hombres hablaban sobre un buen fajo de papeles y sendas jarras de cerveza.

Uno de ellos era bajito, pero no bajito como un par de palmos más bajito de lo normal, sino que medía la mitad que un hombre corriente. Se trataba de un sucio undino. Iba bien afeitado y con la cabeza rapada.  El otro hombre era un individuo corriente. Su pelo y su frondosa y cuidada barba empezaban a mostrar las primeras canas. Tenía la piel curtida por la sal y el sol, que contrastaba con sus ojos claros. En su boca tenía sujeta una pipa que no estaba encendida aún y era al parecer el que llevaba los papeles en orden.

Aquellos dos hombres eran ya conocidos en Cartago. El undino era el capitán Edwin Artamar y el hombre de la pipa era Smitty, su segundo al mando. Ambos dirigían el Corcel de la Niebla, una carabela que había conocido ya tres capitanes y con la que habían recorrido la ruta del norte hacia Inkairu. Habían tenido suerte de llegar y volver un par de veces. Al menos, ellos lo llamaban suerte, pero yo deduzco que tratándose de un undino analfabeto dirigiendo un barco solo se podría tratar de un pacto con algún Dios maligno.

Muchos, reconociendo a los dos viejos marineros, volvimos nuestra atención a la puerta expectante.

Estábamos expectantes ante la llegada de un nuevo contratista que se iba a presentar aquella noche. Su nombre era Andrew Mormont, un miembro de la Escuela de Investigación Técnica de Westfallas Nova. Esta escuela no deja de ser un burdo intento de hacerle sombra a las Escuelas de Investigación de Escisión en Entanas, como casi todo lo que hacen los Westfalis. Desde su cultura hasta su clero, todo realmente pertenece al Imperio Entánico. De no ser por la situación geográfica de su frontera, entre las Montañas Áureas y el Yunque de Sior, ya les habríamos conquistado en la Segunda Guerra. ¿Qué digo? En la Primera.  

Andrew Mormont era el que financiaba la expedición. Una expedición “con fines exploratorios”, según decía. Los que estábamos ahí éramos en su gran mayoría braceros expectantes de un nuevo jornal que llevar a casa. Otros eran mercenarios que habían perdido el trabajo tras la Tercera Guerra.

Yo por mi parte estaba ahí por un asunto más turbio que bocas que alimentar. Llegué a Cartago desde Media Esuarth durante la Tercera Guerra, junto con August y unos pocos de hombres más. Teníamos una misión: sabotear las rutas de suministros westfalis, además del espionaje ocasional de sus estructuras de reclutamiento. Era una misión gloriosa, hecha para auténticos patriotas, pues el peligro de que te torturen, te busquen y te ahorquen siempre estaba ahí, incluso cuando ya la guerra había acabado hacía menos de un mes. Los westfalis no cesaban de darnos caza y nosotros no paramos de esquivarlos y de sabotear sus misiones. La guerra aún no había terminado para los agentes de inteligencia entánicos.

La puerta se abrió, dejando entrar ese antinatural frío de verano, algo de lluvia y olor a mar. También entró un individuo ancho de hombros, de semblante serio y pelo corto, como su barba. Llevaba sus brazos cruzados sobre el pecho, enfundados en las mangas de una túnica basta de color gris azulado. De su cuello colgaba un amuleto de verdoso bronce que representaba al mar rompiendo contra los acantilados. Un sacerdote de Marmain, la señora del océano.

El sacerdote cerró la puerta tras de sí y recorrió la Escupidera con la mirada, como el guardia que examina un callejón en busca tuya. Tanto a August como a mí se nos pusieron los pelos de punta cuando clavó su mirada acusadora en nosotros. Rápidamente el robusto sacerdote desvió la mirada a la mesa Edwin Artamar y Smitty, para dirigirse con un paso firme que no verías ni aunque el mismísimo emperador se dirigiese al frente de batalla. Con un gesto hosco, sus manos grandes y nudosas como troncos de roble dieron una palmada en la mesa y empezó a hablar en voz baja con el capitán y el segundo al mando del barco. Acto seguido se sentó al otro lado del undino, alzó la mano para pedir una cerveza y cruzó los brazos sobre el pecho, manteniendo su mirada seria mientras el capitán y el segundo al mando seguían debatiendo asuntos del viaje.

Por fin, la puerta se abrió con un portazo y, tras el viento y la lluvia, entró un individuo trastabillando, envuelto en empapados ropajes negros. El silencio incómodo de la posada se hubiese convertido en carcajadas ante la imagen de no ser porque los ropajes le delataban. Aquel tipo era sin duda Andrew Mormont.

El señor Mormont se quitó el sombrero negro y lo escurrió entre sus manos para ponérselo de nuevo en la cabeza, deforme. Sacó de debajo de la axila un fajo de papeles y empezó a repartirlos a cada uno de los ahí presentes, aunque la mayoría de ellos no sabría leer seguro. Me levanté sonriendo divertido, y me dirigí a él. Me pasó uno de los papeles. En letras grandes ponía: “SE BUSCAN EXPEDICIONARIOS”. Ya con eso estaba seguro de que era él.

Tras un gesto del undino y una llamada que resonó como un trueno, el señor Mormont se dirigió a la mesa para sentarse tras estrechar la mano al capitán (al que curiosamente hablaba a voces) al segundo al mando y al sacerdote (al cual se la estrechó como uno se la estrecharía a un undino si estuviese en la madre patria).

Los marineros de la tasca, August y yo nos pusimos en una cola que se organizó para inscribirse en el viaje como miembro de la tripulación. Una vez me tocó me senté cuando ese undino señaló la silla.

-¿Cuál es tu nombre, chico?-preguntó. El segundo al mando, Smitty, tenía la pluma lista para apuntar.

Kurt Aegenfield.


Autor: Moisés López (Facebook)
27 de Ithraindra de 1462 después de la Separación
La Escupidera Salada. Cartago, Westfallia.


Moisés nos trae las crónicas de la tripulación del Corcel de la Niebla. Un grupo de hombres unidos por sus circunstancias: valientes unos, desesperados el resto.

Sus aventuras les llevarán a descubrir algunos de los secretos de Vilia que sería mejor que quedasen enterrados.

Sigue las publicaciones de la campaña la Máscara de Plata en este enlace.

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